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Asdrubal Caner

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Escritor y Poeta

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domingo, 14 de marzo de 2010

CUBA: LECCIONES DEL LABERINTO Y DEL MINOTAURO (PARTE II)


3) Características del pueblo cubano

Creo que está será la parte más difícil de esta serie de artículos. Se trata de definirnos a nosotros mismos. Y tenemos que comenzar por Colón. Y luego por los hijos de su estirpe, que es donde arranca el nacimiento del criollo, del hijo de español que nace en Cuba y se siente diferente a su entorno y a sus padres. Es el comienzo del “otro”. A ese Almirante de todos los mares y océanos, los Reyes de España lo sacaron de Cuba, por sus intentos de quererse quedar con la isla. Y yo justifico a ese maravilloso aventurero: había que estar totalmente loco, para soltar a la tierra más hermosa que nadie había visto jamás, y que ayudó a configurar la real historia del mundo hasta hoy. Yo, que la conozco como la palma de mi mano, hubiera hecho lo mismo. España no sólo botó de allí a Colón. Detrás de él, le siguieron muchos más que no menciono, y que quisieron separarse de la metrópoli insaciable y voraz, que dilapidaba las riquezas de la isla, para quedarse con ella. España sabía que Cuba era su tesoro, la perla que le daría no sólo el 70% de los ingresos de la Corona, sino la base súper segura del oro y la plata de México y Perú.

Los que vinieron detrás de este descubridor… ¿judío? ¿portugués? ¿genovés?, eran principalmente de la maravillosa tierra llamada Al Andalus, Alandaluz o Andalusí, una mezcla de la crema cristiana, judía y musulmana, que, en aquel tiempo, se llevaban como hermanos. De ahí, de esa mezcla, naceríamos nosotros, alegres y burlones como los andaluces y, también tan vagos e irresponsables como ellos.

José Antonio Saco escribió en 1830, un extenso e importante estudio —Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba—premiado por la Real Sociedad Patriótica de La Habana en diciembre de 1831, donde arremetía contra esos sevillanos, que habían corrompido a sus amigos blancos españoles y, a los negros que habían manejado sus quitrines, que los llevaban a las casas de mujeres alegres y, a todos los sitios de la vida relajada y feliz, donde conocieron las luces y las sombras del nacimiento del Nuevo Mundo. Años más tarde, Emilio Roig de Leuchsenring, Historiador de la Ciudad La Habana, hablando sobre el libro de José A. Saco, escribiría:

“Que actualmente existe en forma agudísima la vagancia en nuestra República, es hecho tan real y tan a la vista de todos que no necesito esforzarme en demostrarlo. Recórranse las calles y plazas de La Habana: dondequiera se verá pulular jóvenes y hombres estacionados en las esquinas; sentados en las aceras, parques, cafés; colmando éstos y los innumerables salones de billares, dominó y otros juegos más o menos lícitos; jugando a la pelota en los solares yermos o en los mismos parques y calles; los cines, que se han multiplicado en todos los barrios de la ciudad, se ven repletos de las primeras floras de la tarde en que se abren al público.

Viájese en ferrocarril o en ómnibus por la República o por lo que se ha dado en llamar el interior, y se observará en todas las, ciudades, villas y pueblos fenómeno análogo al de La Habana, de vagancia general y contumaz”. (Revista Carteles, 21 de marzo de 1943. Emilio Roig de Leuchsenring).

Para 1790, con el discurso de Francisco de Arango y Parreño sobre la agricultura en La Habana, comenzarían los primeros indicios, de que habíamos nacido.

Entre 1790 y 1868, en los hijos de los españoles se fue forjando un sentido nuevo e inderrotable, la pertenencia a una isla, el comienzo de la cubanía. Entre ese año final y 1880, ya España nada podía hacer: había nacido la cultura cubana y, con ella, los cubanos que hicieron su Himno y cosieron su bandera. Pero, había una pequeñita diferencia: comenzó a cocinarse el ajiaco transcultural que definió nuestro destino: se acabaron los blancos, los negros, los chinos y los franceses escapados de Haití: en Santiago de Cuba, en El Tivolí, nacimos todos los cubanos: alegres e irresponsables como los africanos, irresponsables y alegres como los sevillanos, trabajadores como los chinos y escribanos románticos como los franceses.

Un ajiaco difícil e irredento, aunque con grandes limitaciones, como se demostraría más tarde.

Desde el principio de la República, Fernando Ortiz, comenzaría, entre la criminalística, la antropología y los prejuicios contra los negros, la obra más definitoria y desprejuiciada de las características globales del pueblo de Cuba. En su análisis del Alma Cubana desde la sicología, destaca entre sus características intelectuales “la ignorancia,

la pereza y apatía, la intransigencia casi absoluta en materia religiosa, la irreflexión, el fatalismo, la precocidad sexual, el choteo...” (Ver: José Alberto Galván Tudela, “El ajiaco, una metáfora culinaria sobre la Cubanía (A propósito de la inmigración canaria a Cuba: 1880-1930)”

La minuciosidad de su observación enciclopédica, lo llevó al convencimiento de que el cubano, trabajador e ingenuo, tenía una absoluta incultura sobre sus derechos humanos, civiles, políticos y sociales, que le traería terribles y crueles consecuencias en un futuro muy cercano. Y no se equivocó. La desgarradora historia de Cuba, en los últimos 100 años, le daría toda la razón.

Esa incultura e indiferencia llevó a los cubanos al desconocimiento de las leyes que les regían y de su propia Constitución, una de las más avanzadas en el plano social, del mundo.

A pesar de que Cuba tiene, como ya he demostrado, un lugar importante en su desarrollo económico y social para la década de 1950, en realidad hay una República ficticia y un ciudadano ingenuo e irreal, que considera a su Patria, a sus valores, a sus instituciones democráticas, a sus libertades y derechos, como algo amparado por Dios e intocable. Por su cabeza no pasaba la idea de que nadie osara destruir ese status y, lo daba por garantizado de por vida.

Un buen retrato de esa República, lo hizo quien después la arrasaría sin ninguna compasión o arrepentimiento: “Había una vez una República. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades; presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El Gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada, y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y el pueblo palpitaba de entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho, y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba al pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada: sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro” (F. Castro. La Historia me Absolverá)

El comportamiento y la idiosincrasia del cubano, eran una mezcla de ignorancia de raíces muy antiguas, ingenua credulidad e indiferencia política ante los gobiernos de turno.

Esos elementos hicieron de ellos un blanco perfecto para el manejo emocional, la sugestionabilidad y la gigantesca operación de desinformación y propaganda, que montaría Fidel Castro para manejarlos y someterlos, bajo su puño de hierro, del que aún no han salido.

El país tiene sólo 57 años de una República que no acaba de nacer, que vive entre las convulsiones, las intervenciones norteamericanas, periodos semi democráticos, dictaduras y plagada de una corrupción gubernamental inveterada.

Ciertamente no se trata de una república bananera. Como ya demostré en la Parte I de esta serie, Cuba está al borde de convertirse en un país desarrollado. Su impresionante desarrollo económico podría alcanzar tal propósito, quizá en medio siglo. Está entre los cuatro países más avanzados de América Latina y, entre los treinta más desarrollados del mundo.

Me permito citar a Fernando Ortiz: “Nuestro clima tropical, unido a su proximidad a Estados Unidos, determina el fenómeno geográfico de que Cuba sea el país tropical más inmediato a un gran centro de consumo, de civilización y poderío…Este curioso fenómeno no pudo menos de haber influido en el concepto económico-político que de nuestra importancia se ha tenido y tiene, entre nuestros vecinos, capaces de consumir en sus mercados, toda la producción de que seamos capaces” (Ver: F. Ortiz. El Pueblo Cubano. Edit. Ciencias Sociales. Habana. 1997. Pág. 12)

Los Estados Unidos no sólo deben ser conocidos por sus intervenciones y errores, sino también por su extraordinario aporte a esos logros económicos, sociales y tecnológicos, y en la conversión de los trabajadores y empresarios, en una disciplinada masa de gentes emprendedoras, con habilidad, sueños y determinación para alcanzar las metas que se pusieran.

Ese es el retrato del pueblo de Cuba, de su sociedad, de sus logros e inconsecuencias durante 250 años, que Fidel Castro y los viejos comunistas, atraparán el primero de enero de 1959.

A partir de ese momento, comenzaría su largo, doloroso e impotente camino de regreso a 1790.

La Historia ni nos perdonará ni nos absolverá por nuestra pereza intelectual, nuestra incultura democrática y nuestra indiferencia ciudadana, ante los acontecimientos que desencadena Fidel Castro y sus secuaces más cercanos, y que llevaron a la nación cubana al descalabro total, con el apoyo tácito de todos nosotros. El miedo sólo, no puede explicar nuestra conducta. Bonifacio Byrne no hubiera creído que las bellas estrofas de su poema “Mi Bandera”:

“Si deshecha en menudos pedazos
llega a ser mi bandera algún día…
¡nuestros muertos alzando los brazos

la sabrán defender todavía!…”

pasadas unas decenas de años, no habrían muertos ni tampoco vivos, para defender y dar la vida, por la bandera que él adoraba.

Un abrazo.

Asdrúbal Caner Camejo

Representante del PSC

en Canadá.

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